Fede
Una llamada a mi padre sólo para saludarlo, tuvo como respuesta que él no se encontraba en casa, había acudido a una misa. Me sonó extraño. Mi padre desde hace unos años, miembro de la iglesia bautista, no halla ya, en las misas católicas su mayor placer.
Me fue revelado de quien era la misa y pude comprender todo. Había acudido a la de Federico Cuadros Marmanillo un amigo de muchos y buenos años; tras un mes de su fallecimiento. Para honrar a un amigo, toda circunstancia y lugar son adecuados, Expresar sentimientos puros, antiguos, buenos, no requiere de formatos.
De haber podido, hubiera asistido. De haberme enterado de su fallecimiento sin duda hubiera expresado mi pesar con mi presencia, unas flores, una corona de misa, unas palabras. Pero en ocasiones el tiempo y la distancia sólo se visten de lejanía.
Federico era para mí, simplemente: Fede. Un excelente chofer, sabedor de su oficio como pocos. Lo conocí a mis cinco o seis años viéndolo trabajar de chofer en mi casa. Sin embargo, su trabajo no era permanente sino más bien eventual. Fede era nuestro chofer sólo para viajes en auto de Arequipa a Lima.
Su figura era particular. Sumamente alto y delgado, con piernas más largas que su troco y ligeramente encorvado. Moreno, poco agraciado y con huellas evidentes de acné en su rostro, pero en conjunto simpático, gracias a sus maneras que morigeraban cualquier defecto.
Poseía unos dientes largos que se expresaban sin reparo en una sonrisa enorme infructuosamente cubierta por sus labios, que a pesar de sus constantes fracasos persistían en su intento una y otra vez. Me impresionaba verlo sonreír, reír, posiblemente por el empeño en volver a su sitio los labios. Y sucede que hay risas y sonrisas tan naturales y francas como las de Fede, para las que los labios son insuficientes. Esta es la figura que aparece en mis retinas, seguramente no es la más exacta ya que de pequeños todo lo vemos de una manera distinta pero esta es a la figura que seré fiel.
Fede, había conocido a mis padres desde tiempos inmemoriales y en honor a ello a pesar de que mi madre estaba casada y con tres hijos, él la seguía llamando irrefutablemente: Señorita Frida. La llamó así hasta que dejamos de verlo.
Fede era metódico, de movimientos parsimoniosos, de maneras finas, suaves, pero firmes, varoniles. Se presentaba bastante pulcro al punto que yo creía que en especial sus pantalones que casi siempre eran en tonos beige claro, habían suscrito un pacto con la limpieza. Debiendo ser más sensibles a la suciedad, nunca la albergaron. Los combinaba con unos chalecos o chompas, en tonos grises y con marcadas trenzas, como casi siempre tienen las prendas hechas a mano por las abuelas, tías, madres, hermanas que calientan más por el calor humano y deseo de abrigar del que están hechas.
No se casó nunca me parece y nunca supe tampoco donde trabajaba cuando no lo hacía con nosotros. Lo que sí sabía era que cada vez que necesitábamos de sus servicios había que pedirle incansablemente que accediera al viaje, casi rogarle un poco ante las razones de inconvenientes en fechas, tiempo, ocupaciones etc., que esbozaba para luego terminar aceptando. Mi madre le tenía una confianza infinita por ser un chofer impecable y él lo sabía y en esa seguridad se hacía esperar, se engreía un poco pero finalmente cada vez que se le necesitó accedió. Nunca nos falló.
Para el viaje, él mismo llevaba la camioneta al taller de mecánica y la dejaba a punto. Se presentaba en casa puntual al amanecer y emprendíamos el viaje. Yo, pugnaba por ir delante. Mi interés era concreto. Había instaurado con Fede un trato implícito. Antes de salir de la ciudad, él paraba en cualquier tienda a comprar una cantidad enorme de caramelitos de limón de aquellos que tienen forma de gajo, son amarillos y están envueltos en un papel amarillo transparente con bordes amarillos. Estos dulces ácidos acompañaban el viaje de un solo tramo. Mientras conducía, supongo que para no dormirse, iba degustándolos lentísimamente. Yo, de copiloto y el tiempo que andaba despierta, no podía más que acompañarlo en la degustación, claro que con mayor rapidez. Mi interés en ir adelante era como ya lo han notado, muy concreto.
Cuando mi lengua, saturada de dulce daba señales de alarma, cedía mi sitio a alguno de mis hermanos a los que Fede luego de una larga negociación cedía su puesto accediendo a que manejaran un tramo fácil. Estaba muy pendiente de cada movimiento dándoles consejos muy útiles que supongo hasta ahora practican.
Sólo conversaba largamente cuando se le pedía contara historias de sus viajes y se explayaba haciendo muy entretenida la travesía; historias que ahora supongo más fantasiosas que reales.
Tenía en la ruta tres costumbres ineludibles La primera consistía en tomar las curvas, como el más experimentado de los pilotos, era increíble, tenía una maestría impresionante.
La segunda aparecía en “Cerro de arena” un tramo del camino en el que dunas de arena se desplazan hacia la pista a causa del viento. Fede conducía por esta zona peligrosa con enorme precaución mientras comentábamos sobre las permanentes cuadrillas de obreros -que yo nunca supe como llegaban y como se iban de allí- a las que veíamos barrer, poner alertas, construir muros de contención, para que al poco tiempo la pista se cubriera de arena nuevamente. Ahí aprendí de Fede, que arena en la pista puede hacer zigzaguear la dirección del timón si se está a velocidad.
La tercera costumbre se presentaba en “Calaveritas”, una pequeña, pobre y concurrida capillita de la carretera donde se rinde culto a tres calaveritas. Fede me contó la leyenda de que estas eran de niños soldados que pelearon por el Perú en la guerra con Chile y que al morir en batalla, sus cuerpos resultaron enterrados en medio de la pampa donde obreros los encontraron cuando construyeron el primer trazo de la Panamericana por lo que les hicieron una gruta al borde de la carretera.
Me decía: las “calaveritas” protegen a los choferes y a sus pasajeros pero si uno no entra, reza y prende una vela, pueden ser castigadoras.”
Fede nunca dejaba de detenerse al llegar a “calaveritas”, yo lo acompañaba. Entrabamos en la capilla que yo sentía interesante, misteriosa, como de otra dimensión. No compraba velas que vendían en los alrededores pero me las arreglaba buscando aquellas aún útiles que se habían apagado. Las resanaba lo mejor que podía por lo breve de la visita, la encendía con el fuego de una vela ya encendida y con cuidado e ilusión la colocaba derechita.
Fede nos acompañó muchos años y en muchos viajes. En ellos vimos juntos un OVNI en plena pampa de majes casi por una hora y él quedó tan impresionado que quería que fuéramos a reportar el hecho al periódico al llegar a Arequipa. En otra ocasión, no recuerdo bien por qué, intentó sobornar a un policía con un sol y este por poco lo mete preso –no sé si ofendido por la actitud o por el monto- de no ser por los buenos oficios de mi madre.
Las experiencias que tenemos de niños nos barnizan la vida y pueden darnos impermeabilidad o brillo. Fede me dejó el brillo del recuerdo de su afecto y paciencia infinita deteniéndose en el camino un millón de veces ante los lamentos de mi cachorrito cocker spaniel recién adquirido para bajar a hacer sus necesidades, las que consistían en correr por el desierto mientras la graciosa figura de Fede dando zancos se perdía de vista persiguiéndolo hasta conseguirlo, con el único objetivo de regresarlo a mis brazos con esa sonrisa que sus labios nunca pudieron contener.