AILUROFOBIA!
Casi mediodía de una mañana incipientemente tibia en el crudo invierno limeño. Aguardaba dentro de mi auto estacionado frente al Parque Kennedy de Miraflores, mientras mis pensamientos paseaban entre flores, bancas, cobradores de parqueo con impecables y modernos uniformes en celeste y azul, paseantes diversos, turistas.
La curiosidad me abstrae. Aquellos que pasan enfrente mío, unos cuantos pasos antes se detienen, miran al parque, luego de lo cual regalan distintas expresiones, casi todos mueven la cabeza. Siguen su marcha. Mueven la cabeza. Uno que otro sonríe.
Bajo del auto y me dirijo al punto de observación. Ubico el sitio indicado y para ver mejor, de un pequeño y atlético salto me subo a una banca con cierta vergüenza, pero mi curiosidad puede más. Lamento en lo más profundo de mi ser haberlo hecho.
YIAK! YIAK! YIAK!
Lo que veo son como 15 gatos de todos los colores, formas, pelajes, tamaños y géneros habidos y por haber, durmiendo en círculo en medio del seto de flores central del parque.
YIAK! YIAK! YIAK!
En un campamento improvisado se han tendido. Cada cual en la posición que más les acomoda. Con prescindencia absoluta del entorno. Son ellos los dueños del parque y lo que en él existe, materia de disfrute exclusivo.
Con la piel de gallina, pálida, totalmente erizada, de un salto largo y más atlético bajo de la banca casi hasta mi auto. Me encuentro a un par de cobradores de parqueo a los que el espectáculo les resulta ya común, indiferente y les pregunto la razón de tanto gato!
Me contestan con una subida y bajada de hombros y señalan en distintos puntos del parque para hacerme notar que aún hay más gatos. Los veo. Yiak! Yiak! Yiak!
Subo aprisa al auto, lo cierro, lo lacro, busco volverlo blindado aunque sea en mi mente. No lo logro, pero sigo intentándolo pues aun debo aguardar. Casi oigo el tic-tac del reloj digital.
Reflexiono sobre la razón de mi repulsión a los gatos: No encuentro explicación, sólo sensación. Sigo pensando mientras que mi mirada busca registrar y controlar cada uno de los movimientos de los gatos. Recuerdo.
Alguna vez me contaron la siguiente historia, cuyos hechos y personajes fueron reales. Ustedes juzguen.
Vivian en una casona antigua de esas de tres patios coloniales, tres mujeres: La abuela, la madre y la pequeña nieta. Una noche, la abuela, antes de dormir, hace en compañía de la nieta la ronda nocturna de verificación de seguridad, ventanas y puertas cerradas, pestillos puestos, luces apagadas, todo bien, tres mujeres necesitan paz y tranquilidad para dormir.
Como a las 3 de la madrugada la madre despierta por el ruido de una reunión. Siente murmullo, voces que no definen palabras, susurros alternados, bisbiseos incomprensibles, rumor indefinido, siseo extraño, runrún cadencioso, hasta casi podría decirse que un ronroneo. Pero un ronroneo? Ni hablar, tendría que ser acaso un mitin de gatos! Y no, lo que escucha la madre es mucho más que eso. Mucho más porque ha logrado despertarla y también a la abuela y la pequeña nieta. No puede definirlo pero supone que se trata de un grupo de personas que salen de una reunión y en el camino persisten en la discusión y debate. Es algo así lo que se escucha, como si la reunión se diera caminando y se acercara a la casa, casi hasta la sala más bien.
Se incrementa el murmullo. Las tres salen a ver por las ventanas hacia la calle pues definitivamente algo extraño ocurre, y a esa hora, más extraño. Madre, abuela y nieta que van en fila india y en ese orden, detienen de sopetón sus pasos al entrar a la sala de la casa y encontrar sentados en medio de ella a doce gatos en un círculo perfecto. La escena es sobrecogedora y más que eso, causa pánico a las tres, pero la madre, auténtica propietaria de un carácter acerado, es quien enfrenta el asunto. Mientras busca una escoba, las tres se interrogan respecto a cómo entraron los gatos? Por dónde? A qué hora? Si verificaron que todo estuviera cerrado antes de irse a dormir? Pero doce gatos? Sentados en círculos? Por qué los gatos ni se inmutaron al verlas? Qué hacen ahí los gatos?
Escoba en ristre y mientras la abuela y la pequeña nieta presas del pánico se refugian en una habitación, la madre arremete contra los gatos con la secreta convicción que abierta la puerta que da al primer patio, ante el primer escobazo los gatos saldrían francamente despavoridos y fin de la historia.
La realidad le da un rasguño y varios más. A pesar de escobazos por doquier que impactan de lleno en los gatos, estos no se amedrentan y más bien ofendidos y perturbados en su reunión empiezan a defender su status quo y entre maullidos y arañazos atacan a la madre, saltando con garras extendidas. El ataque es implacable.
La batalla es campal, pero ni abuela ni nieta se atreven a salir confiando y más bien refugiándose en el férreo carácter de la madre. Pasado un buen rato, un enorme rato, la madre ha logrado hacer huir a once gatos. Sólo quedan en la sala la madre y un gato. El más feroz, el más flexible, el más acrobático, el más decidido. La batalla entonces se convierte en duelo. La madre con miles de arañazos encima y ya sin escoba logra tomar al gato en el aire de las patas traseras y llevarlo al patio. El gato retorciéndose en el aire, maullando y buscando arañar, no deja de pelear. Imbuida, empapada, saturada en adrenalina, la madre divisa las escaleras de piedra y estrella allí muchas veces y muchas más, la cabeza del gato hasta que ya no hay ni maullidos, ni arañazos, ni retorcimiento, ya no hay nada, ni cabeza siquiera, sólo las huellas correspondientes, evidentes, indudables.
La madre, temblando llega a la habitación de la abuela y la nieta y les detalla lo ocurrido. Están las tres en shock. Pese a la hora, las circunstancias, los estragos y las huellas convierten en imperativo un baño. Al día siguiente que llegará pronto, se limpiará todo, quizás hasta la memoria de ser posible.
Llega el nuevo día. La pequeña nieta aun duerme, o intenta fervientemente mantener los trozos de sueño intranquilo. La madre y la abuela se levantan. La sala es un desastre. Las huellas de la batalla son incontestables. Ya se ordenará, se recogerá lo roto, se botará, se limpiará. Primero hay que baldear las escaleras del patio luego de retirar los restos del gato final.
Ya en el patio, las escaleras están, lo que no está es el gato. No hay ni sombra de él. Ni de los restos corporales evidentes de su final. Quedan, nada más las huellas visibles de que ocurrió lo que ocurrió.
Baldean en silencio. En sus cabezas miles de preguntas bullen. No las hacen, tan sólo las piensan. Todo queda limpio. La pequeña nieta se despierta y sale apurada intentando ayudar. No ve nada y pregunta: Y el gato final? La madre y la abuela le sonríen al unísono cubriendo con ellas lo inexplicable.
Mi mente regresa al parque Kennedy. Un jardinero de una estatura muy corta que contrasta con la enorme manguera que lleva en las manos empieza a regar y los gatos que yo veo como miles salen de su letargo y despavoridos corren disparados en distintas direcciones. Me siento a salvo dentro de mi auto, casi blindado. Pero los gatos siempre misteriosos, lo adivinan y muchos de ellos huyendo del agua vienen hacia mi auto y se esconden debajo. Como si fuera el único estacionado, cuando la cuadra está repleta.
Se me eriza la piel. Ya no escucho el tic-tac del reloj digital sino el pum-pum de mi desbocado corazón. Los gatos se van. Vuelven a otros rincones secos del parque, se adueñan de las bancas y de los árboles.
Lo admito, tengo ailurofobia, ustedes no?